Las creencias judías contaban con la certeza de la realeza celeste de Dios, y que esa realeza se haría realidad espectacularmente un día en este mundo; pero,¿cuándo? Jesús aclara tales creencias alegando que es inútil hacer cálculos de lo que Dios se reserva para sí. Dios llega siempre de manera inesperada. Su reino está al alcance de todos y su venida se cumple en Jesús y en la predicación evangélica. Lo que ocurre es que, para que esa presencia se realice en el corazón del hombre, es necesario que sea precedida por la luz de la fe.
Tu fe te ha salvado. Así es cómo Jesús insta constantemente a creer en su persona y en su palabra, que nos insta a proceder siempre en conformidad con Dios.
Reflexión: ¡Que llueva, que llueva!
Reconozco que disfruto como un niño oyendo y viendo llover, por más que me desagrada infinito sufrir la premiosa monotonía de esas otras lloviznas bobaliconas tan pertinaces. Algo tiene ese rumor de la lluvia, que alienta sentimientos gratos dentro de uno. Algo de ancestral recuerdo dentro del hombre nos habla de sequías interminables y del gozo de salir luego a empaparse, a campo abierto, de las lluvias salvadoras. La misma historia de los pueblos recuerda milagros logrados por intercesión de la Virgen o lo sanos, en angustiosas rogativas, para que los cielos devolvieran compasivos, mediante la lluvia, el esplendor de los campos. ¡Que llueva, que llueva!, cantábamos bulliciosos, de niños, a grito pelado, cuando las nubes se deshacían de su peso sobre el barro viscoso de nuestras calles. Pues, eso: ¡Que llueva!
Reflexión: ¡Que llueva, que llueva!
Reconozco que disfruto como un niño oyendo y viendo llover, por más que me desagrada infinito sufrir la premiosa monotonía de esas otras lloviznas bobaliconas tan pertinaces. Algo tiene ese rumor de la lluvia, que alienta sentimientos gratos dentro de uno. Algo de ancestral recuerdo dentro del hombre nos habla de sequías interminables y del gozo de salir luego a empaparse, a campo abierto, de las lluvias salvadoras. La misma historia de los pueblos recuerda milagros logrados por intercesión de la Virgen o lo sanos, en angustiosas rogativas, para que los cielos devolvieran compasivos, mediante la lluvia, el esplendor de los campos. ¡Que llueva, que llueva!, cantábamos bulliciosos, de niños, a grito pelado, cuando las nubes se deshacían de su peso sobre el barro viscoso de nuestras calles. Pues, eso: ¡Que llueva!
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