Hay muchas maneras de ver y otras de tener los ojos tapiados. El ciego vive a oscuras y tiene que imaginar lo que no ve. Pero ciego no es sólo el que no percibe el mundo exterior. Es ciego también el que no entiende las cosas que se le explican y el que, al ver a Dios en su corazón, va a bandazos por la vida. Desde antiguo, el hombre observó la estrecha semejanza existente entre la luz que nos permite ver las cosas, y la claridad con que la mente llega a conocer los asuntos más oscuros. Aun así, hombres que gozan de gran lucidez mental, no saben ver a Dios. Ven claro con los ojos de la mente, pero están ciegos para las cosas de Dios. El ciego de Jericó, en cambo, no veía a Jesús ni a la gente que le reprendía por invocar a Jesús a gritos, pero tenía muy abiertos los ojos de su fe, y creyó en Jesús. Que como a él, Dios ilumine a todos con su luz para no perder de vista el camino que conduce al Padre.
Reflexión: El lavatorio
Jesús nos hace ver en su evangelio, de muy expresiva manera que el amor con que aceptamos al otro tal cual es, se traduce en estar prontamente a su disposición, según sus necesidades y requerimientos, apeados con naturalidad de toda altivez, porque no hay entrega que no pisotee, desde el sumiso allanamiento del sentido común, la irracionalidad de los pujos que alimentan nuestro orgullo. Jesús escenificó esta actitud de ser para los demás, arrodillándose ante los suyos para lavarles los pies, sucios del polvo precioso de todos los caminos. Era el buenas-noches de la evangelización, en un gesto entrañable que define su humilde grandeza. Sobrecoge esta escena de Dios a los pies del hombre.
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