jueves, 17 de noviembre de 2011

La paz de Dios


A la vista de Jerusalén, desde el monte de los Olivos, Jesús, dolido, se lamenta de que en la ciudad de Dios, donde están las instituciones judías de Israel, sus habitantes no conozcan la paz. Si la conocieran, ¿qué no harían para vivirla intensamente, para recuperarla en tan duros momentos? Paz, con letras mayúsculas, porque esa paz es Cristo mismo, que con su palabra y luego con su muerte, nos pone en paz con Dios, nos justifica liberándonos de nuestras ataduras mortales y nos reconcilia con todos.
La paz es un don que concede el Espíritu de Dios a los hombres que la promueven en el mundo. Así es como a sus discípulos, al hacerles partícipes Jesús de ese Espíritu divino para enviarles a predicar, les ordena que den la paz a quienes los acojan. Y él mismo, al resucitar, lo primero que hace al dar con ellos, es darles la paz, transmitirles la paz que él ya disfruta glorioso junto al Padre.
Hay paz donde hay amor. Donde hostilmente reinan el odio, el egoísmo, la envidia, no queda sitio para la concordia y la paz. No firmaría con el dedo de su verdad, en páginas tan negras, el Príncipe de la paz. A quienes viven su justicia, en cambio, les hace partícipes de la suya, de modo que no sólo la disfruten, sino que la vivan; una paz tranquilizadora, íntima, suave como pluma de paloma, ungida como hoja de olivo, leve como sombra de tierno suspiro amoroso, como su corazón, como su palabra ardiente.


Reflexión: El engorro de las elecciones

Es de admirar el tesón y entrega que en elecciones ponen los políticos, nunca más aguerridos, para vender su mercancía, buena o mala, por el afán insuperable de protagonizar el poder nacional. Es lamentable, además, la propensión de persuadir a los posibles electores sin reparar en ultrajes al adversario o asertos insidiosos propalados a cielo abierto sin atisbos de pudor. Es el fin lo que importa, meta gloriosa que lo justifica todo, y que con tal de alcanzarlo, impulsa a conculcar sin miramientos los medios que conduzcan a él. Es de ver el derroche verbal que consume la propaganda con que se proclaman óptimos a sí mismos, invadiéndolo todo hasta resultar abrumadores. No hay chaparrón palabrero más intenso y ruidoso ni paliza más desgarradora. Cifrémoslo todo bondadosamente como una de las gabelas inevitables que comporta el disfrute de la democracia y que hay que pagar. Es el copago -sucia palabreja- que imponen las conveniencias de la libertad.

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