Jesús conoce la suerte final de sus días y la de sus seguidores, precisamente por ser seguidores suyos. Y advierte que no hay que temer a quienes no nos pueden quitar más que la vida. Hay que temer perder la paz del alma y la fe que nos santifica. A esos sí, a los que nos pueden perder, a esos sí que hay que temerlos. Por lo que, en todo trance, no debe faltarnos nunca la esperanza en Dios, porque con él podemos conseguir todo lo que sin él no es factible. Dios, dice Jesús, está pendiente de nosotros, aún más que lo está de las avecillas del cielo. ¿Cómo se va a olvidar de quienes viven para él? Que no nos falte nunca la confianza en Dios. Una fe firme en Dios lleva consigo la esperanza en su presencia inefable, y quien espera en Dios, lo tiene todo en su mano, porque a Dios no lo podemos perder si lo amamos de verdad y esperamos en él firmemente. En su mano está que no nos falte nunca la fortaleza de sus mártires y la entereza de sus santos.
Comentario: Palabra de Dios
Los evangelios nos informan de cómo admiraba la gente la imperturbable autoridad con que enseñaba Jesús. Fariseos y escribas respaldaban sus enseñanzas con la Sagrada Escritura, porque su discurso versaba sobre la palabra de Dios. Jesús, en cambio, era él mismo la misma palabra de Dios y no tenía más respaldo que la del Espíritu Santo que le inspiraba. Ahí radicaba su autoridad, en ser él mismo la Palabra, exactamente la misma que en labios del Padre creó todas las cosas, la misma que quemaba los labios y ardió en el corazón de los profetas, la misma que se encarna en la carne sin mancha de María. La divina palabra se autoriza a sí misma.
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