Aprender a orar como nos lo enseña Jesús, es aprender a hablar con Dios como hijos suyos.
Cuando los apóstoles le piden a Jesús que les enseñe a orar, no es que carecieran de tan santa costumbre. Sabemos que los sábados acompañaban a Jesús en los oficios de la sinagoga, donde se rezaba comunitariamente. Ellos le piden que les enseñe a orar como lo que son, discípulos suyos. Nadie les enseñará a orar mejor que él. Y Jesús procede a que se muestren con Dios como hijos suyos.
Lo somos desde el bautismo. Jesús nos enseña entonces a que, cuando hablemos con Dios, le invoquemos como Padre.
Claro está que no basta con decir Señor, Señor, como también les enseña Jesús, porque existe el hijo que dice obedecer al padre pero no cumple la voluntad de su padre. Y ocurre que quien se dirige a Dios tratándole de Padre, se obliga a comportarse como tal, como un buen hijo, y los hijos aman a sus padre y les son obedientes: Hágase, pues, su voluntad aquí en la tierra como en el cielo.
La ternura de Jesús
La ternura no es debilidad ni afeminamiento en el hombre. No debiera de avergonzarnos nunca la ternura, que no es privativa de niños y mujeres. La ternura es un componente necesario del amor verdadero.
Jesús es un hombre sensible, como lo demuestra la pronta compasión ante las necesidades y achaques de la gente. Su misma manera de referirse a Dios es prueba de que en su amor se entraña la ternura, que es delicadeza amorosa. Es fácil constatar igualmente en el trato cordial con que se acerca y abraza a los niños, signos de simplicidad, sinceridad y dependencia amorosa. Siempre será un Niño tierno en el menudo corazón devoto de todos los niños.
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