Pocas santas mantienen su notoriedad tan íntegra como santa Teresa de Jesús. Hubo santos que, en determinadas circunstancias, lograron altísima veneración. A veces son las mismas circunstancias históricas las que determinan y mantienen en alto el recuerdo de su santidad. En época de persecuciones, los mártires gozan de ese favor, porque con su ejemplaridad ayudan a fortalecer la fe por la que dieron su vida. Cambian esas circunstancias y nuevos santos relevan en la devoción popular a sus predecesores. Hay, sin embargo, santos, cuya permanencia en el corazón de los fieles no sufre deterioro ni altibajo alguno, como santa Clara, san Francisco o santa Teresa. Sus escritos y su talante tan natural, tan cercano al hombre, ayudan no poco a mantener en alto su buen nombre, su actualidad. Los santos son admirables unos por sus hechos, encomiásticos otros por su grandeza, y simpáticos todos ellos por su sencillez y bondad. Pero en todo caso, nos importa el valor ejemplar de sus virtudes. Santa Teresa fue amante de Dios en la figura humana de Cristo paciente. Todos sus escritos rezuman acendradísimo amor de Jesús crucificado, cuyo nombre llevaba uncido al suyo, Teresa de Jesús. Hay que ser de Jesús en todo, para que él lo sea nuestro también.
Reflexión: ¡Ay de vosotras!
A lo largo del evangelio, Jesús procede alguna vez al modo profético, como cuando en Lc 11, 47-54, maldice a quienes persiguen y acosan a los profetas y enviados de Dios, lo que no es óbice para que luego les alcen mausoleos conmemorativos. El texto se ciñe a lo que los exégetas llaman oráculo de juicio, cuyas dos partes, la acusación con la condena y la culpa con la sentencia merecida por tal culpa, se cumplen en él de manera explícita. Les achaca Jesús la perversidad en que incurren persiguiendo a los enviados de Dios, por lo que se les pedirá estrecha cuenta al momento de condenar su delito; son culpables al quedarse con las llaves del saber, desencaminando al pueblo, excluyentes de quienes les revelan las verdades de Dios. No quedarán sin la severidad del juicio. Todo el texto queda incluido en una lamentación que se expresa mediante un antiguo género bíblico, el de los ayes, usado también por Lucas en las Bienaventuranzas. De semejante manera, en Mt 11, 21-24, Jesús maldice las ciudades de Corazaín, Betsaida, Cafranaún, según la fórmula profética del oráculo de juicio, ajustándose a las dos partes de acusación y condena, y culpa y sentencia. Les acusa de mostrarse insensibles ante los prodigios que obra la evidente mano de Dios, que hubieran movido a conversión a ciudades paganas que no gozaron de tan alto favor. Caerán rotas hasta el polvo oscuro del abismo eterno. Y el rigor con que serán juzgadas superará a las de quienes no tuvieron como ellas la oportunidad de salvarse.
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