Varias veces en su evangelio se queja Jesús de la persecución que han sufrido los profetas, enviados de Dios para revelar verdades y deseos divinos. Le duele esta cruel insensatez de perseguir a quienes, en nombre de Dios, buscan el bien del pueblo. Él mismo es el último enviado de Dios, y sufre ya el acoso de sus perseguidores. Se trata entonces de una seria advertencia a tales dirigentes, por lo que hicieron sus padres y ahora están urdiendo ellos mismos. Y se lamenta de que no sólo se niegan a entrar en el reino que les ofrece Cristo, sino que impiden que lo haga el pueblo que tienen encomendado, imponiendo, intolerantes, criterios y conductas, como quien crucifica las libertades de los demás.
Reflexión: La flor blanca de un ibisco
Las flores, en general, son auténticos prodigios de belleza. Contemplar sin prisas, arrobados, la flor blanca de un ibisco, constituye un placer incomparable. Las hay de un rojo intenso como el corazón de una llama, moradas, amarillas, y ante mí tengo la flor inmaculada de un ibisco de un blanco purísimo. Añade encanto el contraste de sus sépalos nítidos, con una mancha sangrienta, como una fresca herida, en el encaste con el cáliz, y aún queda el largo y fino estambre, acabado en un racimo de diminutos botones, repletos de polen amarillo. Su fina esbeltez tan adelgazada es lo que, quizás, ha dado nombre al arbusto, ibisco, diminutivo griego de ibis. De lejos le viene el nombre. Y es que hasta el lustroso matiz verde de sus hojas brillantes toca con sus dedos vegetales la sensibilidad menos herida del hombre. La mía está a flor de piel, como una llaga, como la delicadeza perfecta del ibisco.
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