Los evangelistas no nos describen nada de cuanto vieron los ojos de Jesús, ni paisajes, ni ambientes, ni personas. Se ciñen a dar noticia veraz de sus hechos y palabras, con extremada concisión. Sí que es posible, por indicios implícitos en el relato, entrever la tirantez de una determinada situación, como la de Pedro en el lago, el ardoroso nivel de una discusión con fariseos, el murmullo encendido de una protesta airada, como la de la gente que se avergüenza de que Jesús y Zaqueo, un pecador manifiesto, se acojan mutuamente, el alboroto ante un hecho incómodo, como el de los vendedores y cambistas del templo, etc. Los evangelios nos dicen escuetamente, a veces incluso con inocencia, que, por ejemplo, un apretado conjunto de enfermos, al pasar Jesús rozándoles apenas, se curaban de inmediato como por ensalmo.
Tenemos que colocarnos mentalmente en ese paraje desconocido, como quien coloca curioso una silla ante un espectáculo imprevisto, para adivinar la sencilla majestad de Jesús pasando entre ellos y el alboroto incontenible de la gente poniéndose súbitamente en pie, dando saltos de júbilo, abrazándose los unos con los otros, gritando alabanzas a Dios, proclamando el nombre de Jesús... Se trata de una escena tumultuosa. cuyo fragor creó memoria y fecha para sus testigos y para cuantos lograron el favor impagable de recuperar la salud perdida.
Sólo en raras ocasiones, como acontece con el ciego de Jericó, se nos declara que el afortunado paciente se alzó de inmediato, exaltado de tanta alegría, en pos de Jesús. No era para menos. Pero los evangelios son así. Únicamente lo que es nuclear a juicio del redactor, queda fijado en el relato evangélico, siempre con las palabras justas, las menos posibles, porque no eran las del evangelista, sino las de Jesús las que realmente importaban.
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