Jesús de Sirac, un judío sabio y prudente, da en escribir un libro que ofrece a sus lectores la sabiduría de los libros de Dios, a fin de contraponerse al atractivo pagano que la literatura helenista ejercía sobre los jóvenes de su tiempo. Un sobrino suyo, recién llegado a Egipto, descubre la belleza del libro “de no pequeño tamaño”, “en el año 98 del rey Evergetes”, correspondiente a Tolomeo VII, año 132 a. C., y a fin de difundir su contenido entre jóvenes dispersos por la diáspora, procede de in mediato a traducirlo al griego, lengua común a la sazón en el imperio, bien que no ignora que “no tienen la misma fuerza las cosas dichas en hebreo, que en su traducción a otra lengua”.
Casi todo el capítulo sexto está dedicado a la amistad, encomiando el acierto de dar con un buen amigo, a quien prudentemente no hay que apresurarse a prestarle pronta confianza, y al mismo tiempo, sopesa el buen consejo de apartarse del que “lo es de ocasión y no persevera en su supuesta fidelidad apenas asoman los primeros contratiempos”. Sucede que un supuesto amigo hasta puede tornarse enemigo inopinadamente. Ha compartido tu mesa - el término compañero significa compartir el pan-, pero te deja en la estacada a las primeras de cambio. Ese tal podrá llegar a ser “otro tú”, identificado contigo mientras dura el beneficio de tu bienandanza y benevolencia, y en cuanto caigas en desgracia, te dará de lado trocado en otro, “harto de tu presencia”.
En cambio, “el amigo fiel es amparo seguro, de modo que el que da con él halla un tesoro”. Un buen amigo es inapreciable.
Y junto a sentencias tan jugosas, como advertir que “la boca amable multiplica sus amigos”, no falta algún exceso de amarga y un si-es-no-es cínica cautela, cuando alerta sobre unos y otros: “De tus enemigos apártate y de tus amigos no te fíes”. Acaso responda tal resabiada advertencia a la taimada prevención en oriente del hombre escaldado.
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