Desde este punto de vista, hay palabras soeces, groseras, ofensivas, insultantes. Las hay que nos desagradan a nivel espiritual. Una en concreto, con una serie de sinónimos detrás como facetas de una misma realidad, me desagrada irremediablemente, en cuanto se me antoja la papelera de toda malicia: la palabra demonio, con su sombra de acompañantes: diablo, satán, satanás, belcebú, leviatán, lucifer, y alguna otra acepción más. Sé aun de personas que la usan como simple interjección inofensiva y hasta con familiaridad: ¡Demonios! ¡Diantre! No seré yo quien corra el riesgo de invocarle tan desprevenido. Es un término perteneciente a lo que Pemán llamaba la mala lengua.
A cambio, gustar del noble sabor de la divina palabra, relaja el espíritu y serena el ímpetu de nuestros despropósitos. ¡Bendito sea Dios que accedió a hablar a los hombres, permitiéndonos tratarle a él de tú a tú! ¡Gracias a él por su Palabra!
¡Palabra!
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