El paraje de las tentaciones recuerda un paraíso al revés, con contenidos contrapuestos a aquel otro pasaje bíblico, a manera de reflejo invertido del edén. Allí, un jardín delicioso; aquí la aspereza del desierto. Allí animales que domestica el hombre; aquí, alimañas. Allí un ángel hostil; aquí un ángel servicial. Allí, Adán, vencido por la tentación; aquí Jesús, nuevo Adán que triunfa sobre las insinuaciones diabólicas.
Jesús, triunfando sobre el mal, ha dado la vuelta a aquella situación embarazosa del hombre para con Dios, justificándonos, devolviéndonos la amistad perdida con él.
La presencia del Espíritu en esa escenografía insólita nos coloca en un clima de ideas e imágenes bíblicas que, según la cultura de las antiguas promesas, presagiaba la llegada al mundo del Reino de Dios, ya insinuada por el profeta Joel y en la que abunda Ezequiel. Se imaginaba esa irrupción del ungido como un pulso de fuerza entre él y Satanás, y el Reino de Dios aparecería de inmediato en el mundo. Es lo que sucede entre Jesús y el tentador en este pasaje.
Es lo que predicará Jesús a la gente: Ha llegado ya el reino de Dios, lo que exige convertirse y creer en el evangelio. Una conversión que implica un cambio de mentalidad y una reconciliación con Dios y con los hermanos.
Reflexión
El contagio anímico
El mal ejemplo es contagioso y cunde más que el bueno. Un estado de ánimo también. Hay que mantener en alto la fe para que no decaiga la esperanza en Dios en todo momento, que nos llena con su gracia.
En el Deuteronomio, a punto de entrar en combate, un sacerdote arengaba a la tropa, y a los pusilánimes acobardados por el miedo, se los enviaba a su casa, para no arrastrar con su debilidad a los demás. En locales cerrados, la causa de la estampida es el miedo de unos pocos, haciendo cundir la alarma entre los demás.
Que Dios nos llene de sí en todo momento como llenó en la cruz el esforzado corazón del Hijo.
Rincón poético
PERDÓN MIL VECES
Una vez y otra vez, acongojados,
con el puño en el pecho,
como con una piedra
se golpea otra piedra,
te pedimos perdón.
Y de nuevo, rompemos la alianza
que firmas con nosotros
en la antesala de tu corazón.
¡Qué débil es la voz de quien apenas
repara, de sus culpas,
en la arpadura de su gravedad!
Pon en mi decisión, Señor, tus manos,
la fuerza inconmovible
con que tus manos retorcieron
el largo cuello astroso del pecado,
mientras trataban, con tres clavos
de oxidada maldad, de atornillarte
a la inocencia de un madero.
Mis manos, acogidas a las tuyas,
todo lo pueden, mientras tú lo quieras.
Refuerza, en lo más hondo de mi carne
herida, el musculoso
vigor de mis tendones.
(De La verdad no tiene sombra)
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