lunes, 25 de febrero de 2013

Los misericordiosos

       A la moral cristiana, que implica la moral natural, le dan los valores evangélicos que predica Cristo. Si él es imagen del Padre, nosotros debemos de serlo de él, de modo que transparentemos la misericordia divina.
         No nos parecemos a Jesús, cuando desfiguramos su imagen en la dureza de nuestras palabras, en nuestra intransigencia, actitudes egoístas, la indiferencia ante el hermano que nos necesita. Todo eso es la cara contraria al rostro amoroso de  Dios. Jesús no sólo insiste en que seamos misericordiosos como el Padre lo es con nosotros, sino que nos avisa de que recibiremos de Dios el mismo trato que nosotros demos a los demás, de modo que nuestra conducta será el rasero con que se nos medirá. Es la ley del Talión de Dios. La mejor manera de ganárselo es hacer siempre el bien.



Reflexión

La luz y las tinieblas

Desde antiguo, el beneficio de la luz ha suministrado adjetivos y verbos metafóricos aplicables al intelecto, y así hablamos de un texto de significado claro, de una mente luminosa, de un hombre preclaro, de iluminar los recovecos de un asunto abstruso.
Los hebreos trascendían estos conceptos. La luz de Dios y de su sabiduría se oponía a las tinieblas de la maldad y la perdición. Y había dos clases de luz: aquella con la que vemos y discernimos las cosas de nuestro entorno, y la que nos permite entender el misterio de la divina palabra. En esa línea, san Juan opone la noche de quienes ignoran a Jesús y la luz de la fe en su misterio salvador. Y así es como Nicodemo va de noche, precisamente en busca de Jesús.



Rincón poético

       EL PORTAZO

Un súbito portazo
estremece la casa, como un susto
perturbador. Horrísono sonido
enerva la quietud desatendida
de nuestro entorno. Es un ladrón de calmas, 
una piedra en el lago, una rotura  
desgarradora en la mitad de un sueño,
dentellada de lobo
que se sabe la puerta descuidada,
la crédula ventana, confiada
como el árbol frutal que no conoce dueño.
Portazos da la guerra, 
el cruel bayonetazo
de una traición, la cólera del hombre,
el estrépito ronco que envuelve la tormenta.
Hay el portazo de quien se despide
rompiendo los cristales
de la amistad, el de quien no perdona
las heces de una injuria,
el hachazo cobarde
de la traición, agazapada
en los adobos simulados
de la doblez. Indiferente a todo,
agita imprevisible la sorpresa 
brusca de un martillazo
en la tensada piel          
brusca de un martillazo
en un tambor vibrate de madera.
Es instantáneo como puñalada,
siempre extremado, como un estertor.
de un tambor de madera.
Es instantáneo como puñalada,
siempre extremado, como un estertor.
Afín al alboroto
crispado del escándalo,
¡malhaya la insolencia del portazo!

(De La verdad no tiene sombra)

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