domingo, 24 de febrero de 2013

La Transfiguración


Jesús se encarna para salvarnos. Sin ese misterio, sin esa finalidad, su encarnación en nuestra naturaleza, su mensaje y su vida, no tendrían ningún sentido. Mateo dice que Jesús explicó a sus discípulos el sentido y necesidad de su muerte de modo claro y cabal, pero no alcanzó a convencerlos, porque se empeñaban en pensar como los hombres; no como Dios. La transfiguración viene a ser así un recurso de convicción plástica de lo que Jesús enseña a sus apóstoles sobre el misterio salvador de su muerte necesaria, y que ellos se resisten a creer. Es como si Dios hubiera dicho: Como no sois capaces de entenderlo, por vuestra tozudez, haré que os entre por los ojos.
La transfiguración es uno de los acontecimientos más relevantes de la revelación de Jesús a sus discípulos, que sabían ya que él era el mesías, Hijo de Dios. Pero no era eso todo. Les falta entender el misterio salvador. Por eso, la transfiguración viene a ser como una visión anticipada de lo que será el Hijo de Dios, una vez muerto y resucitado. Si admiten la glorificación de Jesús tal como aparece en su transfiguración, les resultará más fácil admitir que para ello ha de morir antes. Nadie que no haya muerto puede resucitar después glorificado. 
Cristo aparece así, ante ellos, con la configuración espiritual de su cuerpo radiante, tal como será, cuando el Espíritu de Dios le devuelva la vida divina que tuvo junto al Padre.


Reflexión 

Mi vida es Cristo

Lo dijo san Pablo, que lo dio todo por llevar su fe a todas partes, exponiendo su vida una y otra vez, marcado por la indignación criminal de los adversarios de Jesús. Les indignaba la eficacia y poder persuasorio de su palabra, incluso por escrito,  y el atractivo de su ejemplo. Él mismo definió su exclusiva dedicación a Dios en la persona de su Hijo, con esas palabras: Mi vida es Cristo. Hagamos por poderlas decir también nosotros con idéntica convicción.


Rincón poético

   MI DIOS Y MI TODO

No quiso nada. No tenía
nada. Lo puso todo
en las manos de Dios, lo fue arrumbando
en el baúl de una renuncia estricta.
Y comprobó que, no teniendo nada,
era tan libre como el vuelo pardo
del águila, ligero
como el peso de tamo de la brisa.
Jamás antes, 
atado al precio de las cosas,
supo entrever el beneficio
de tanta levedad.
Y una noche, rezando,
plenamente vacío de las cosas,
descubrió el gozo de alcanzar que, dentro,
muy dentro de sí mismo,
Dios lo llenaba todo sin medida,
como se llena un cántaro en la fuente 
copiosa rebosando, y al instante,
reconoció su llanto agradecido
tanta y tanta bondad:  -¡Mi Dios, mi todo!

(De La verdad no tiene sombra)

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