Vivimos en un mundo raro contaminado desde el mismo corazón del hombre. Se conculcan las leyes con extrema facilidad, las cárceles rebosan a reventar de delicuentes, se hace lo indecible para acomodar la ley a las exigencias de grupos de presión, se envenena el espacio exterior donde rueda dando tumbos la diminuta esfera donde vivimos, y la gente, desangelada, llega a sentir asco de la política. Vivimos en un mundo raro que parece echar de menos su propio exterminio.
Y en este contexto de decaimiento moral donde la sangre de Caín rebrota triunfante de guerra en guerra, de crimen en crimen, como si el mundo estuviera hecho para la muerte, Jesús vuelve a alzar el alivio de su voz recordándonos que él es pan de vida.
En los albores del mundo, Dios coloca al hombre en un jardín donde florecía el Árbol de la Vida, porque estaba hecho para la inmortalidad, y al final de todo, el Apocalipsis nos revela que esa inmortalidad perdida se nos restituirá, dándosenos a comer del Árbol de la Vida en el jardín de Dios. Ese árbol es el pan de Cristo, el pan de su palabra y de su propia vida: el Pan que yo os daré es mi carne.
Quien comiere de ese pan, el pan de su palabra, el pan eucarístico, el pan de su amor, vivirá eternamente. Lo declara paladinamente Jesús.
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