jueves, 1 de abril de 2010

La Virgen de la Soledad


Como consiliario de su Cofradía, echo un cuarto a espadas en favor de una advocación que define a la Virgen que nos preside, no sólo sobre las andas procesionales que la mecen, sino en el piadoso corazón cofrade.
La soledad es un espacio nada propicio y ajeno a la convivencia natural del hombre. La soledad, pues, es inhumana. Sólo que el hombre es un ser desvalido y precario y no siempre su vida interior acierta a instalarse en las situaciones favorecedoras de su condición natural para convivir gratamente acompañado
Cristo mismo, solo en los comienzos de su evangelio, elige a unos seguidores que le acompañen. No así la Virgen. La Virgen sufrió la soledad doméstica que la agabía arropado siempre, desde el instante en que, viuda de José, Jesús da comienzo a su vida pública, para lo que tiene que optar con toda la entereza del mundo, entre su adorable nazarena que es su madre o el designio salvador que le asigna su Padre celestial.
La soledad cambia desde entonces el decorado cordial de María. Rumores de la progresiva reprobación del hijo por parte de influyentes dirigentes fariseos la alertan de la amenaza que va cerniéndose sobre Jesús de modo alarmante. Y ese aislamiento que la hiere como sólo sabe sufrir una madre, culmina con la dolorosa andadura de su hijo durante los episodios que ensangrientan la Pasión, cuyos quebrantos privados en dependencias de Caifás, afortunadamente no pudio presenciar. Quedaba todavía el largo itinerario por las repletas y hostiles callejas de la ciudad que abrumaron a Cristo camino del Calvario, rojas sus vestiduras y roto el semblante por la perversa actitud de quienes le fueron matando con increíble frialdad, golpe a golpe y paso a paso. Y luego, los estertores de su muerte en la cruz, vilipendiado por la soldadesca y la chusma.
La Virgen de la Soledad sale a la calle entre los suyos. El rostro reproduce su dolorido talente; su silencio, la angustia que la atenaza y le quita el aliento. Unas lágrimas moradas como aceitunas lo dicen a gritos. Túnicas y capirotes ocultan el rostro a la curiosidad de la gente, pero la piedad sufre en lugar más recóndito, donde se cobija la afligida compasión de sus cofrades.
La Virgen ya no está sola.

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