Los álamos y sauces del río son cobijo y ámbito propicio para las traviesas ardillas, donde juguetean nerviosas y emprenden súbitas cabriolas y carreras, como llevadas de repentinos impulsos, la cola esponjada y movediza. Suben, bajan, y de pronto, al descubrirnos y observarnos con preocupada curiosidad, quedan inmóviles o se esconden astutamente detrás de un tronco.¿A quién no ha impresionado alguna vez ese prodigio de agilidad que es la ardilla?
Es de admirar su destreza al trepar por troncos verticales o saltar ingrávidas de un árbol a otro, correteando inverosímilmente, leves como “el peso de paja de un suspiro”, por frágiles ramas.
Su alegría y vitalidad son contagiosas. Es como si sus irrequietos movimientos tradujeran impensadas sacudidas de quien se deja transir por un repentino entusiasmo, para poner guiños de júbilo irrefrenable en el boscaje donde se encuadra su diminuta figura del pardo color de la corteza.
Parece, pero no son esquivas. Contra toda apariencia, no se puede decir razonablemente que sean esquivas. La prevención que muestran en principio hacia nosotros, cesa como por ensalmo y cambia en confiado acercamiento, cuando pacientemente la mano pródiga del hombre da en recompensar su amable cercanía.
Celebremos su presencia en nuestro entorno. Cuidemos esa amable presencia. Hagámoslas nuestras desde una natural predilección bien merecida por ellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario