Recientemente, un entrevistador decía que en el flamenco hoy algo de cuarto oscuro. El cuarto oscuro es esa rincón temeroso de la casa del que huyen los niños, porque la oscuridad les atemoriza. En sentido metafórico, es una bella imagen que alude a ese ámbito inexplicable que envuelve con su oscuridad el misterio. Porque el misterio existe, sobre todo si reparamos que es misterio todo lo desconocido que nos sobrecoge y no acertamos a explicar. Lo presentimos como algo abstracto y perturbador que carece de línea que lo delimite. Lo adivinamos, lo atisbamos, pero es indefinible y escurridizo, carece de un perfil que lo conforme.
Misteriosa e inquietante es la presencia divina, cuando el hombre se acerca tanto a él o él al hombre, que inevitablemente se le eriza la piel al más pintado, algo que, por perturbador, Dios no gusta de inducir en nosotros. Lo prueba la prevención hecha a Moisés de que no se acerque tanto, la delicadeza con que el ángel aquieta el corazón azarado de María: No temas, María. Lo prueba el cuidado con que Dios templa contra el miedo a quienes se revela. No temáis, se apresura a contener Jesús a sus discípulos, aterrorizados, en mitad de la noche, en el lago, encendido con su aparición súbita.
No temáis. Dios no se nos muestra así a todos ni todos los días. No temáis, aun así, daros de bruces con él un día, impensadamente. Lo más aconsejable es no apartarse nunca de él, para que su inminencia misteriosa nos resulte siempre, de tan amistosa y habitual, doméstica, cercana, amorosa.
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