Jesús en su evangelio gusta darle al término puerta sabor simbólico. Es un término recurrente en él. ¿Dónde ponemos esa puerta que se abre y se cierra con muy distinto signo? Veamos.
La vida tiene una cerca sólo abierta hacia delante. No podemos ir ni hacia atrás ni hacia los lados, y el futuro, esa única puerta franca, está ahí mismo y nos arrolla a veces con incontenible empuje. Tal vez resulte triste recordarlo, porque hay verdades que sí amargan. Lo corriente es pasarles por encima el borrador del olvido para tacharlas y nos hacemos cuenta falaz de que, olvidadas, ya no están.
La vida tiene un límite, una puerta al final que hemos de franquear entre agobios o batir de palmas. Habrá quien se coja con vehemencia al último hilillo de vida y entrará de espaldas en el reino de la Vida; otros, con gozo, alborozados, porque descubrirán al punto gozosos la luz que nunca se apaga. Para éstos no hay límite, cerca ni sobresaltos; casi ni puerta que pueda cerrárseles: hay un puente levadizo.
Hay tiempo todavía, pensamos con descarada indiferencia. Y dejamos para más tarde lo que urge ya ahora mismo. Pero, bueno, ¿y qué hay que hacer? Muy sencillo: ponerse a buenas con Dios, amable compañero de viaje siempre. Ir hacia él ya desde ahora acendrando nuestra cercanía y solidaridad con el hombre, darse a su servicio, que es la cortesía cristiana de quien, ante todo, al asearse, lo hace en el espejo que es Cristo.
Nada más. Lo demás se nos dará por añadidura.
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