jueves, 19 de agosto de 2010

La verdad y su apariencia

      A menudo, la apariencia interpreta mal la realidad de las cosas. El cielo parece azul, pero sólo es azul la atmósfera que nos envuelve, al actuar como un cristal coloreado, no así el cielo, el espacio vacío con sus estrellas, que queda más allá.

     A otro nivel más profundo, esa disparidad puede revestir cierta gravedad. Y así, cuando una misma cosa admite ser contemplada desde los ojos espléndidos de Dios y los nuestros, tan superficiales y mezquinos a veces, se presta a discernir la excelencia de la verdad y su apariencia. Y la apariencia de la verdad puede llegar a ser engañosa. Sucede así en el doble uso de la palabra justicia, a la que solemos conceptuar desde el sentido bíblico, la justicia de Dios, y el que le damos desde la cultura greco latina, la justicia distributiva.

En la Escritura este último concepto no existe. Pero sí en los evangelios, contrapuestas ambas perspectivas. La justicia de Dios es la armonía entre los deseos de Dios y los nuestros. Ese ajuste de voluntades hace justo a la persona que se identifica con todo lo que quiere Dios de ella.

      En el evangelio de Mateo hay un pasaje que lo prueba con plena clarividencia, donde se encuentran contrapuestos ambos sentidos de la justicia: está la viña, que simboliza el pueblo escogido, a la que el dueño, que es Dios, envía jornaleros a diversas horas del día, desde la mañana a la tarde. Dios pagará lo mismo a unos y a otros. Y nace la doble consideración del hecho, la divergencia de criterios desde ambos puntos de mira, el de Dios y el los hombres.

      Los jornaleros contratados al amanecer, se sienten injustamente discriminados ante la desigualdad de la retribución. Un encuadre de la esplendidez del comportamiento divino que no se aviene con la mirada rastrera del hombre, ya que Dios retribuye según la medida de su gratuidad y no en función de nuestros méritos.

     La paga de Dios es la salvación, que no admite grados, obra gratuita de Dios, y ese acceso al gozo infinito de su presencia eterna, es gratuito, de modo que él llama sin cesar a toda hora y reparte su beneficio por igual a todos.

      Una misma cosa, vista desde la divina consideración y la nuestra, no tiene por qué coincidir, porque no se compaginan siempre bien la verdad de Dios y su apariencia, que confunde la visión del hombre poco avisado. Para vislumbrar las cosas de Dios, es excusado decir que los ojos de la fe tienen mayor profundidad de foco.

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