Los filósofos, desde el retiro de su arduo discurso, como quien no hace nada, van abriendo a la mente las rutas del pensamiento, y el pensamiento los de la historia. El pensador nos esclarece el pasado y nos instala en el presente. Y obramos en consecuencia, al adoptar el punto de vista que nos proponen, desde donde entender el mundo. Pero el pensamiento filosófico no siempre es inocuo ni certero, y así nos va. Ocurre que, en ocasiones, al viejo tren se le desvía de su ruta acostumbrada en dirección equivocada y peligrosamente desconocida.
Es así como en tierras frías y aisladas de Europa, se empezó a prescindir de Dios, cuya evidencia no se podía verificar entre microscopios y matraces, y al prescindir de Dios, se acabó por prescindir del hombre; oscurecieron así la razón, y se desdibujó el sentido común. Esto daría cuenta de muchas cosas en las que no es momento de entrar. Pero ese pensamiento vacío de todo, nos acosa sin cesar
Se comprende así mejor que empiecen a ser habituales actitudes inicuas o malsanas, como matar al supuesto adversario que no piensa como yo, en nombre de Dios; exigir a otros las libertades y derechos que esos mimos les negarán siempre a cambio; incendiar bosques asolando el paisaje y dando incluso muerte al sufrido servidor de la comunidad que acude a apagar el fragor del fuego.
No de otro modo, el papa, al visitar Inglaterra, se acercará a la fría, escarpada y seria Escocia, y ya un juez del lugar, empinado sobre sí mismo, se ha propuesto, en nombre de su propia interpretación de la ley, llevarle a los tribunales. Es una muestra chusca más del desbarajuste de disparates inconcebibles que vive el mundo.
Para muchos no es nada fácil volver a Dios. Lo hemos desprestigiado. Volver a Dios es volver a las sendas anticuadas de la bondad y de ese sentido común que cada vez lo es menos. Son los que entienden que la bondad se predica sólo a los niños.
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