Es mucho lo que ha llovido. Que llueva más que copiosamente a primeros de agosto, ya no sorprende a nadie a quien le contraríen y entristezcan las pavorosas inundaciones que asolan torrencialmente grandes extensiones en otros países, no siempre lejanos, ocasionando numerosas pérdidas humanas, desfigurando el rostro de ciudades enteras y arrollando paisajes ubérrimos, con las consiguientes secuelas de enfermedades, desalojo, desarraigo y empobrecimiento. Todos coincidimos unánimes en apuntar al origen común de tanto desastre: el cambio climático. A cambio, la negativa inconsecuente de la sequía convierte en agostadas parameras los interminables trigales rusos, granero de Europa. Allí las lluvias se muestran tercamente avariciosas y hurañas.
Ese desequilibrio despiadado es lo que penaliza los desafueros del hombre, que ha ensuciado todo aquello que Dios había hecho bien. Es el insaciable afán económico lo que ha roto las bridas de un progreso comedido y racional. No pensamos en los beneficios de la obra estable de Dios, que merece, al menos, nuestro respeto, sino que estamos ensuciando y escupiendo en su generosa mano. Pues atengámonos a las consecuencias. Quien la hace la paga, que dice el refrán.
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