martes, 31 de agosto de 2010

Cuando que el Señor me dio hermanos

A lo largo del trayecto que traza a cada persona nuestra la biografía particular, hay circunstancias que nos determinan de modo inevitable. A menudo, son otras personas las que nos condicionan y encauzan nuestro destino por derroteros nunca antes hollados ni imaginados por nosotros. Casi podemos decir, de global manera, que, por eso, en la vida de cada uno, hay una línea imaginaria, en un determinado momento, que la divide en dos partes.
Se me ocurre esta disgresión con referencia san Francisco, que consideró todo esto con mucha claridad y detenimiento. Habla alguna vez de aquella lejana etapa juvenil suya, “en que andaba en pecados”. Y después de un intervalo de tiempo en que anduvo titubeante buscando la dirección exacta que enfocara el sentido de su conversión, es un grupo inicial de seguidores suyos los que, un día, acuden a él para andar en su compañía y vivir pobres como vive él. Era la vivencia inicial de un horizonte impensado lleno de posibilidades. Él mismo definirá esa nueva etapa así resuelta diciendo: Cuando el Señor me dio hermanos...
Son, así, sus seguidores quienes determinan lo que va a ser y en lo que se va a convertir en lo sucesivo el santo: cabeza de un conjunto de frailes que se dilatará con fuerza por todas partes, en vida del Francisco, como torrente que se desborda, como una poderosa erupción de conversión evangélica imparable en el tiempo. Es la aparición del franciscanismo en el corazón mismo de la Edad Media. Un movimiento renovador que cambia y dinamiza el cristianismo inmóvil del siglo XIII, devolviéndole al hombre la ilusión de vivir el evangelio como lo vivió la primitiva iglesia naciente, muerto y resucitado Jesús.
Francisco ha determinado, a su vez, de igual modo, el sesgo que han venido tomando cuantos se ilusionan por vivir la vida, al modo de Francisco, desde los valores que predica Jesús en su evangelio, todavía hoy.

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