Jesús confía verdades exclusivas y tiene con los suyos deferencias de que no disfrutan los demás. Y así, no duda en hacerles ver, contra el común sentir del pueblo, que no son los extravíos de la gente y los de sus predecesores el desencadenante de las enfermedades, achaques y minusvalías de que muchos adolecen. El ciego de Jerusalén, a quien Jesús le devuelve la visión, según el evangelista Juan, más que entrañar un indicio de los pecados cometidos, es una excelente ocasión de que el nombre de Dios alcance venerabilidad y sea largamente bendecido.
El ciego de Jerusalén, de un lado, se convierte en un símbolo evangélico de la ceguera de cuantos, no pudiendo negar la obra prodigiosa de Jesús, se las ingenian, empecatados, para no comprometerse creyendo en él. Pero también comprende a quienes no dudan en testimoniarle denodados cuando han descubierto en los propios ojos ciegos el luminoso beneficiado de su esplendidez.
Es un modo dramático de declarar que Jesús personifica la luz del mundo, y que su luz nos hace ver la luz.
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