Hasta para los escritores clásicos latinos, la crucifixión era un castigo horrendo y bestial, que a no dudarlo, no honraba a la grandeza imperial romana. Y ocurre que el Hijo del Dios, un hombre que pasó por este mundo haciendo el bien, muere en la cruz como un facineroso cualquiera.
La cruz es el signo más significativo de nuestra fe. Cruz y resurrección son el haz y envés de un mismo misterio, el misterio de nuestra salvación. Jesús enuncia ese misterio en repetidas ocasiones señalando ambas perspectivas: me matarán y resucitaré.
La sangre de su muerte, de cuyo divino charco brota la luz de la redención, establece un nuevo vínculo entre el amor clemente de Dios y el nuevo hombre que nace del agua.
Ya `podemos acceder con gozo, un gozo justificadamente incontenible, al abrazo amoroso con que nos rodea Dios en el horizonte infinito de los brazos de la cruz.
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