Mientras en Nazaret, su pueblo natal, sus propios paisanos no reconocía a Jesús como el que es, en Galilea, al volver de Jerusalén, le reciben con agrado, porque saben y pueden testimoniar lo que ha hecho allí durante la Pascua. E incluso un pagano que tiene enfermo al hijo, cree sin pestañear en la palabra prodigiosa de Jesús.
Lo dice san Juan. El evangelista enfrenta intencionadamente esas dos maneras encontradas de proceder ante Jesús, para destacar la fe pronta de precisamente de un gentil.
No es la cercanía física, sino la proximidad cordial la que inclina a descubrir en Jesús al Hijo de Dios. Hay quien está donde él, de espaldas, y no lo ve; oye hablar de él y no escucha; se da de bruces con él al doblar una esquina, y le ignoran olímpicamente. Menos mal que no faltan gentiles desconocidos que un día saben de él y se arrodillan agradecidos ante la generosa amabilidad de su presencia, felices por el inmenso favor de ponernos él la mano en el hombro y sonreírnos.
La fe es el aldabón que resuena solemne en el silencio de su presencia jubilosa.
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