Pocos pasajes tan bellos como éste de Jesús resucitado apareciéndose a un grupo de discípulos suyos.
El relato en tercera persona se sazona con el diálogo, que nos acerca los personajes a un primer plano; el cruce de frases llega a ser tenso y hondamente insinuante en el decisivo de Jesús y Pedro.
Jesús se muestra solícito y servicial y una vez más la nueva realidad de que se inviste Jesús va más allá de la ordinaria percepción de los sentidos y no se le reconoce. Ha de ser una otra vez la perspicacia intuitiva de Juan la que le advierta de que esa persona que les habla desde la orilla, es el Señor, y así se lo advierte a Pedro. Es sintomático del respeto que les inspira Jesús, el gesto azarado de Pedro de cubrirse digna y prontamente el cuerpo desnudo.
Jesús, insistente, examina del amor a Pedro, quien le responde con contrariada humildad, afirmativamente, hasta un rendido reconocimiento final que sabe a protestado enojo. Hay una pizca de amargura y fina insinuación correctiva en la insistente pregunta de Jesús, alusivas a las tres negaciones de Pedro, una desagradecía cobardía que sólo un acendrado amor logrará borrar. Está claro que sin un amor a toda prueba, la barca de la incipiente comunidad cristiana que, frente a enconados embates, ha de capitanear como patrón el curtido pescador, entraría pronto en zozobra.
Yo diría que la calificación obtenida al final por Pedro, resultó cuanto menos satisfactoria.
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