Jesús percibe la muerte de aquellos a los que devuelve a la vida, como un estado de sueño. Muerto Jesús, duerme igualmente en los brazos del Padre, donde el Espíritu de Dios le ilumina los ojos con su luz cegadora, esa misma luz deslumbrante que a los redimidos con su sangre nos hace ver la luz.
Su primer latido inunda de fuego el Cenáculo y llena de paz los pechos sobrecogidos de sus discípulos, que rezan asustados por la amenaza salvaje de los enemigos de Dios. Llega tan presuroso que todavía no se ha desvestido de sus llagas.
El miedo cede su lugar tembloroso a una alegría desbordante de agitados brazos en alto y voces de alabanza. Ya ha pasado todo. Han escampado las nubes del odio. “Con él a mi derecha, no temerté”. ¡Aleluya!
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