martes, 5 de abril de 2011

La piscina de Betesda

        Entre una abigarrada multitud de enfermos de toda índole, Jesús se fija intencionadamente en uno en concreto. Le asiste una razón, para él muy poderosa: no tiene a nadie que le eche una mano; no puede valerse por sí mismo. No sólo es un enfermo inválido; está solo.
Todos ellos esperan el momento justo en que supuestamente el dedo sutil de un ángel estremezca la quieta superficie del agua para zambullirse en ella. Hay una común creencia de que el primero en sumergirse en la piscina, al instante quedará sano como por ensalmo.
No tener a nadie cuando más necesitado se está del respaldo ajeno, es la más triste y deprimente de todas las soledades. Los salmos nos hablan de una soledad poblada de aullidos, soledad temblorosa y temible por los peligros que la acechan, negra como boca de lobo, dicen los castizos. Está también esta otra soledad poblada de nada, sin amigos, sin amor, desterrada del corazón de los otros. Ahí es donde Jesús pone con amor su mano enfermera, como quien cauteriza una herida. Él decía que una fe firme lo puede todo. ¿Más que el amor? El amor es poderoso; el amor es su patena.

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