Todos los discípulos saben hasta qué punto pende sobre Jesús una cobarde sentencia de muerte urdida en la oscuridad. Nos dice el evangelio de Juan que, al declararles Jesús que entre ellos se oculta quien tiene maquinado traicionarle, se expresa profundamente conmovido. Es la angustia de saberse vendido por el supuesto amigo, la congoja de ver que sus pruebas de confiada amistad tienen como respuesta, en su extremo opuesto, y en el culmen del desamor y la deslealtad, el puñal hipócrita y cobarde de la traición.
Todos los agentes de la perversidad se conciertan para añadir una muesca más, esta vez indeleble, en la cruz donde se tortura y mata cada poco a forajidos y sediciosos.
Judas es el traidor por excelencia; la infinita bajeza de su traición se cifra en la altura del desmedido amor de quien puso en él su confianza, al elegirle privilegiadamente como estrecho colaborador entre cientos. En general, la traición es una vileza tan deleznable, que suele llevar consigo nombre propio. Judas es el nombre.
Día 20
Por treinta monedas
En oriente es corriente regatear, en la compraventa de las cosas, el precio de las mismas. Mateo dice que Judas que en la entrega de Jesús a los sumos sacerdotes, “se ajustaron en treinta monedas”, concretamente en treinta siclos, moneda israelita de plata. Barato precio el asignado al Hijo de Dios, en lo que cualquiera puede percibir el tufo de una transación mercantil.
Se vende a un hombre como si fuera una bestia o una cosa, tal vez como todavía se tasa a una mujer, en ciertas latitudes, pot tantos o cuantos bueyes o camellos, para hacerla suya el pretendiente.
Treinta siclos. Treinta cochinas monedas. Exactamente el precio de un esclavo. Esas monedas no fueron acuñadas en Jerusalén, ni en Tiberías, sino en los mismos dientes amarillos del diablo, fruto de una traición sin igual en la que la el odio del hombre pone precio a Dios.
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