lunes, 26 de septiembre de 2011

El más grande en el reino de los cielos

Qué suerte tan distinta la de los serios discípulos de Jesús cuando el Espíritu de Dios rige ya los destinos de la Iglesia, de cuando, cruzando eriales y caminos polvorientos por Galilea, discutían acaloradamente como zoquetes, sobre quién pueda ser el más excelso en las manos de Dios. No se percatan de que están ultrajando lo mejor de la biografía de Jesús, quien se había hecho niño aparcando su divinidad en las manos del Padre, con ánimo, entre otras cosas, de estar con ellos y enseñarles que la humildad es la lucecita que nos ilumina por dentro, desvelándonos nuestra verdadera realidad oculta. ¿El más grande? Aquel que sabe empequeñecerse, al modo como lo hizo el Verbo de Dios anonadándose.

Divagación: Mi antigua celda de novicio

Eran los ya lejanos años de noviciado y primeros espinosos estudios de filosofia, en aquel monasterio venerable envuelto en un mar empinado de oscuros pinos verdes y agrisadas piteras. Recuerdo aquella luminosísima habitacioncilla donde a duras penas cabía un estornudo, con una ventana alta y estrecha como D. Quijote, abierta de par en par hacia el bosque oloroso y cercano, y un limpio cielo azul casi cegador. La cama, ¡qué digo cama!, un camastro con jergón embutido de ásperas y ruidosas hojas de maíz, una silla carcomida de la que no se adivinaba en que día del año se le rompería una pata, un estante con cuatro libros viejos y una fementida mesa raída como un saco. Y luz, mucha luz. Y silencio, todo el silencio del mundo. Y Dios llenándote de gloria y felicidad la humilde pobreza que empezaba a arraigar gozosamente en tu corazón.

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