domingo, 11 de septiembre de 2011

Setenta veces siete


Dios es amor; quien no ama, no puede mirarle sin vergüenza a los ojos. En nombre del amor a los demás, deduce Jesús la urgencia de perdonar al hermano cuantas veces sea necesario, porque donde no hay perdón, no hay amor. Hay que perdonar sin reservas, como escenifica Jesús en la parábola, contra el farsante a quien se le perdona en lo mucho y se niega a perdonar en lo poco. El perdón es la ley suprema del Reino del Dios. La parábola quiere servir de estímulo al discípulo, para que sea pródigo y largo en perdonar. Esto es lo importante. Jesús incluirá luego en la oración del Padrenuestro este mismo pensamiento, en forma de plegaria: Padre, perdona a tus hijos; como tú, también nosotros perdonamos a nuestros hermanos. Padrenuestro, porque somos y nos sentimos hijos de Dios, y una fraternidad sólo tiene sentido desde la filiación. Somos hermanos, siempre necesitados de su misericordia y amparo.


Divagación: Los dioses del odio

Un dios distraído, indiferente a la maldad de sus incondicionales, no cuela. Una religión que ampara el odio y lo practica con el recurso a la muerte de quienes no sienten como sienten sus secuaces, no puede ser una religión verdadera. En realidad, a una mentalidad irreligiosa y disolvente, corrompida por el odio, habría que excluirla por ley. Uno se horroriza cuando ve cómo el fanatismo mata sin rubor en el nombre de dios. ¿Qué dios? ¿Qué sucio invento es ese? Un dios que ampara el odio y se complace en el crimen, es él quien odia, él quien aprieta el gatillo. Dios es amor y no hay ni apariencia de amor donde anida el odio.

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