Fariseos e incluso los discípulos de Juan el Bautista no aciertan a salir del recinto cerrado que es la antigua alianza. Con el ayuno intenta el hombre, a la antigua usanza, hacerse acepto a Dios purificándose de sus culpas, y sucede que Jesús, hijo de Dios, cuya realidad divina los fariseos no alcanzan a identificar, ha inaugurado el tiempo de la plenitud y ha venido precisamente a justificar al hombre, rescatándolo mediante el tributo de su vida y de su sangre. Hay una línea divisoria entre el territorio de la antigua alianza y el ámbito feliz de la nueva que inaugura Jesús. En consecuencia, no se puede echar vino nuevo en odres viejos, que los reventaría. No hay otro recurso que reconvertirse y traspasar la frontera que media entre lo antiguo y lo nuevo. Los discípulos de Jesús han aceptado el compromiso de vivir según los dictámenes del tiempo nuevo de la salvación y el gozo de estar a la mesa del enviado de Dios, les exime de revestir de luto su dicha. Vivamos nuestra fe en Cristo para que el precio de su sangre avive nuestro amor a su obra y su palabra.
Divagación: Un chaparrón
No sé si este aguacero tan comedido, efímero y pasajero que humedecía ayer la tierra, a media mañana, figuraba en los dudosos vaticinios de la meteorología oficial. Fue un remojón instantáneo de grandes gotas sonoras como monedas cobrizas estallando en el suelo reseco. Llovía y al tiempo el sol iluminaba radiante la lluvia que pendía como unos flecos de una nube blanca, errante y apresurada. Apenas oscureció un poco el asfalto de la calle y tampoco ha contribuido demasiado a enfriar el ambiente, pero es agua, agua limpia y natural, el agua de siempre antes de que tuvieran que reciclarla, y bajaba del cielo, como lo ángeles, un tanto oblicuamente, y no le faltará nunca nuestra acogida, sobre todo si es signo esperanzador de que, acabado ya el tórrido agosto, la lluvia volverá a alegrar nuestros campos, a limpiar la atmósfera y nuestro ánimo con su gris goteo purificador y fructífero.
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