Sobre san Francisco, las Florecillas relatan este episodio de su vida. Fue fray León quien sorprende al santo en oración, ya de noche, “a la hora acostumbrada de rezar los maitines”. El santo había salido al bosque del monte Alverna, y arrodillado, comparaba su pequeñez con la grandeza de Dios, cuando un haz deslumbrante de luz descendió lentamente hasta posarse sobre su cabeza.
Fray León, asombrado, se retiró prudentemente y desde lejos, observó cómo san Francisco extendía por tres veces las manos hacia una llama que, en un momento dado, desapareció. El santo se encuentra luego con el compañero mientras regresaban al convento y le reprende su indiscreta curiosidad, pero acaba por explicarle la razón de lo que había visto, y era que mientras se comparaba humillado con la grandeza divina, una luz le dio el conocimiento de sí mismo, y otra le revelaba la bondad y sabiduría divinas.
Es un momento singular en la vida del santo, porque como él reconoció, desde ese momento el santo empezó a gustar de la contemplación, y en uno de esos íntimos coloquios con Dios, se le concede la gracia de que Dios, por mediación de un ángel, le prepare para la gran ocasión de experimentar en sí mismo los dolores de la Pasión. Ocurrió el mismo día de la celebración de la Cruz mientras rezaba arrodillado, ofreciéndose a Dios para experimentar los tormentos de la Cruz, y el ardor amoroso que le consumía durante aquel tormento.
Mientras consideraba dolorido los episodios sangrantes de la Pasión, Jesús mismo, en forma de serafín ardiente, se le fue acercando mirándole amorosamente, al tiempo que le hacía entender que iba a quedar totalmente transformado a semejanza suya, mediante un íntimo contacto interior. Fue como aplicarle a uno en la carne viva un hierro al rojo. Y Francisco, experimentando esta irrupción ardorosa de Jesús en lo más hondo de su ser, ni advirtió cómo las llagas de Cristo se le imprimían en el cuerpo, y sólo después del largo coloquio mantenido con Dios, pudo advertir que sellaban su propio amor a Cristo, como si también él hubiera sido crucificado.
En vano pretendió Francisco luego ocultar sus llagas a la curiosidad de los hermanos. Hubo de vendar las heridas, con la ayuda de alguno de ellos, y llegado el momento de la muerte, todos los presentes pudieron comprobar unas prominencias de carne, en el lugar de las llagas, que con el tiempo habían tomado la forma de clavos de color oscuro.
No cabe duda de que el sentido de tales llagas no es otro que la íntima identidad de Francisco con el amor salvador de Cristo. En ese estado, también él hubiera podido decir como san Pablo que no podía percatarse ya si era él o Cristo mismo quien ocupaba su vida. En alabanza de Cristo.
Divagación: Los polos magnéticos
Mientras me enjabono las manos en el lavabo, veo cómo el agua desparece por el sumidero describiendo una espiral en el sentido de las manillas del reloj. Dicen los que han cruzado el charco por debajo del ecuador, que en aquellas lejanas tierras ocurre lo contrario, el agua gira de derecha a izquierda, y la explicación parece que reside en la bipolaridad del campo magnético de la tierra, de modo que en esa otra latitud subecuatorial la polaridad cambia. Una alteración substancial en el magma del centro de la tierra, alteraría a ese envoltorio magnético que nos envuelve y el eje imaginario que va de polo a polo cambiaría su posición, como ya ha ocurrido en repetidas veces. No es tan estable el mundo que pisamos, pero son fenómenos que no se perciben y vivimos tranquila y cómodamente como si nada. Tal vez sea eso lo mejor. ¿Qué ganamos con preocuparnos de lo que escapa de nuestras manos y no podemos sujetar a nuestro albedrío?
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