En medio de la admiración de la gente, Jesús quiebra el posible entusiasmo de los suyos comunicándoles que no se hagan ilusiones con la falsa visión de un mesías victorioso e inmortal. No es ése el propósito salvador de Dios. Ha de morir, ha de ser entregado para poder justificarnos con el precio de su muerte.
Los discípulos se acongojan. No acaban de entender o no quieren entender, porque no admiten que el mesías pueda morir. ¡Qué sentido puede tener que todo lo hecho hasta ahora con él quede en agua de borrajas!
El lenguaje de Jesús es ininteligible si nos empeñamos en que signifique, no lo que él tiene a bien revelarnos, sino lo que mejor se acomode a la estrechez de nuestros criterios.
Desde la oscuridad no es raro que ni adivinemos la autenticidad de la verdad de Dios.
Consideración: En el colmo del desorden
M e es grato comenzar el día con las ventanas aún de par en par, respirar el aroma a pan reciente del horno cercano y acordarme de que el Amor de Dios se escribe con mayúscula. Todavía se puede disfrutar de ese silencio ya oscuro y siempre profundo del amanecer, sólo roto por las prisas motorizadas de algún vehículo apresurado, porque lo exige la puntualidad del el trabajo, ese bien escaso que las más de las veces queda lejos, ¡y menos mal!
Volvemos a las carestías laborales de la posguerra, entre tantas otras, donde dar con una ocupación medianamente retribuida era poco menos que toparse con la rueda de la fortuna. Ya veíamos aquellas lejanas andanzas como un sueño desvaído que el bienestar posterior fue difuminando hasta convertirlo en un recuerdo esmerilado sin mayor importancia. Ya no era. Y casi de pronto, el orden con que empujamos el mundo hacia lo que consideramos un estado de estable progreso y seguridad razonable, se nos agrieta entre las manos, cruje, se desmorona y arde como castillo de paja. La Sagrada Escritura diría que todo se alarga y borra como sombra que pasa. Y por si no bastaba con este desquiciado desorden mundial donde la economía carece de rodrigones que a duras penas la sostengan, nos ahogan la esperanza en un porvenir aceptable, al que tenemos inalienable derecho.
Dios hizo el mundo y comprobó que todo estaba en orden y bien hecho. ¿Y qué? El hombre se basta a sí mismo para deshacerlo todo luego muy bien.
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