jueves, 8 de septiembre de 2011

La Natividad de María

La alegría es la nota dominante de los textos litúrgicos de esta fiesta de la Natividad de María. Y la motivación es clara: ¿cómo no alegrarnos por el nacimiento de la Madre de Dios, que raya con el de quien nos va a salvar? Se dice así que María es la estrella de la mañana, que anuncia el día. Éste es el sentido de la fiesta de hoy, preámbulo de esa otra alegría que entraña ver a Dios andando entre los hombres, como uno más. María estaba destinada desde la eternidad a ser la Madre de Dios, a cuyo fin la adornó con todos los dones que semejante empresa requería. Dios da a cada uno las gracias necesarias que le capaciten para su realización personal, por lo que dicen los teólogos que “La gracia de María en el momento de su concepción, sobrepasó las gracias de todos los ángeles y hombres juntos” (San Alfonso Mª de Ligorio). Santo Tomás llega a decir que fue tal y tanta su dignidad, que no era conveniente que en lo sucesivo tuviera otro hijo que Dios. Hoy, cumpleaños de la Virgen María, goza ya siempre de la juventud que nace de la compañía de Dios, eternamente joven. Es oportuno unir a la alegría de contemplar la plenitud de gracia de María, la de saber que Dios ha querido que naciéramos también nosotros, a su sombra, llamándonos a un destino eterno de felicidad y amor, en el complejísimo concierto de toda la creación. Esta fiesta que hoy celebramos nos lleva a considerar con hondo respeto el nacimiento de todo ser humano, a quien Dios le dota de cuerpo y alma, lacrada con el sello de su misma realidad divina.


Divagación: La justicia y la paz

No hay paz donde no hay justicia, como no hay regato que no nazca de una fuente. La injusticia engendra los desacuerdos, las desavenencias, el mutuo rechazo. La injusticia desemboca en la pugna y la horrorosa inutilidad de la guerra. Sé justo y sobrevendrá la paz como una venda, como un ungüento sanador de heridas. La justicia y la paz se besan, dice el salmo, y suelen ir juntas a todo lo largo de la Escritura bíblica. Por eso, el don de la paz de Jesús no es de este mundo, ya que es un don entrañable de Dios, que se instala, como en un nido caliente, en el corazón del hombre, quien sólo así esta en paz consigo mismo y con los demás. La paz que acuñan los hombres carece de consistencia, no va más allá de dejar de hacer la guerra y poco más, de ahí su fragilidad, y lo importante no es dejar de hacer, sino establecerla, afirmarla. Los que ayer firmaban en vano la paz, hoy se enzarzan en nuevas contiendas. Los cristianos rezamos suplicando que Dio nos dé la paz, la suya, una paz inalterable que no sabe dar el mundo.

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