miércoles, 21 de septiembre de 2011
Mateo el publicano
Mateo es publicano, un recaudador de impuestos en la aduana de Cafarnaún, frontera con Siria, al norte de Israel. Los publicanos concitaban el rechazo más frontal de los judíos, y la repulsa nacía de que, invadidos por los romanos, tales funcionarios se dedicaban a recaudar para el César. Jesús lo acaba de elegir como a uno de sus seguidores más próximos, y en el banquete con que el afortunado discípulo se despide de sus colegas de profesión, Jesús se sienta entre ellos con el mismo espíritu con que se acerca a pecadores y pecadoras. Tiempo les faltó a unos fariseos para denostar a Jesús, que trasngrede las supuestas normas judías de la sana convivencia y envilece su propio nombre con el trato amigable de gente despreciable. Jesús, siempre Buen Pastor, se contenta con proclamar su función salvadora: no ha venido a rescatar a los buenos, que no lo necesitan, sino a curar espiritualmente a quienes andan descarriados y como sin pastor. Los ojos de la malignidad miran siempre torcidamente. ¿Eran conscientes escribas y fariseos de que, acosando a Jesús, acosaban a Dios?¿Qué grado de oscura gravedad contrae quien mira a Dios con turbios ojos de malevolencia?
Divagación: El corazón
En los salmos leemos que fue Dios quien hizo el corazón y conoce sus entresijos. Es razonable que así sea, por cuanto Dios es amor. ¿Quién mejor que Él para modular todo el abanico multiforme de la afectividad humana? ¿Quién, para entretejer los delicados mimbres que conforman la amabilidad? Si hay una joya en el cuerpo humano que merezca la asombrada admiración del hombre, ésa es exactamente el corazón. Sólo Dios pudo concebir y dar marcha, como al más preciso de los relojes, a ese prodigio de regularidad y ternura ante el que nos hacemos cruces y cuyo lenguaje Él bien conoce, porque es el único que el hombre puede emplear para hablar amorosamente, incluso tiernamente, con Dios.
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