La cercanía de un Dios que viene decididamente a salvarnos, nos induce a vivir ese tiempo litúrgico con una especie de percepción de Dios cada vez más clara y definida, una sensación que se va tiñendo de alegría por tenerlo al alcance, sobrado motivo de gozo, ya que el itinerario cristiano tiende a la posesión de Dios. Alegría lógica ante un Dios que salva, un Dios que perdona, un Dios que toma para sí nuestra naturaleza y la hace suya, identificado con nuestras necesidades, de modo que al cristiano le define su alegría, una alegría que se convierte en la razón de ser de nuestra vida. No podemos contentarnos, pues, con sólo esperar: hay que apresurarse a que esa llegada de Dios se realice también en el núcleo mismo de nuestra sociedad moderna, tan llena de luces y tan oscurecida, tan adelantada y tan necesitada de Dios, toda vez que podemos hacer que Dios venga a ella, en la medida que consigamos que el amor venza al odio, la intransigencia se torne compasiva, la reconciliación ponga fin a la violencia, el deseo de paz sea más fuerte que la barrabasada de la confrontación hostil de la guerra o el terrorismo cerril y sangriento.
Reflexión: ¡Hogar, dulce hogar!
Y de pronto arrecia el frío, ese puñal de hielo que hiere la vida. La mano suave del tiempo ha acariciado impensadamente las temperaturas otoñales, salteadas apenas por algún que otro chaparrón y unas lluvias de escasa intensidad, desdibujando las cíclicas fronteras estacionales del año. Y de pronto, irrumpe un ramalazo de frío y saca del baúl bufandas y abrigos. El frío es monocorde. El frío no tiene color. El frío es blanco, como la escarcha, como la tristeza y la nieve. Han pasado madrugadores los ruidosos carricoches oficiales que barren mecánicamente las calles, dejando, como caracoles, una estela húmeda tras de sí. ¿Dónde está la gente, un domingo frío, por la mañana? La calle es un índice revelador del comportamiento de un pueblo. El frío es agresor y disuade a la gente de salir de casa. ¡Hogar, dulce hogar!
Rincón poético
LLENO DE TI
Dijiste que hay que amarte
sobremanera.
Sea así; que no se haga
lo que yo quiera.
Rompe la brida
que refrena este impulso
fiel de mi vida.
¡Ah, Señor, si alcanzara
esta alma mía
amarte locamente
ya sin medida!
Siempre contigo,
¡qué importa cómo trates
a tus amigos!
Mi casa, toda tuya,
llena de ti,
huele al dorado aroma
del alhelí.
Entra sin miedo.
Tengo la mesa puesta
y en ascuas, fuego.
Tu mano ha bendecido
este pan tierno,
y has escondido ,
oh Dios, tu vida dentro.
Jesús, que entienda
cómo llenas la mía
de tu presencia.
Lléname de tal modo,
lléname tanto,
que rebose repleto
de ti mi vaso,
hasta sentir
la muerte que viviste
roto por mí.
(De Poemas para andar por casa)
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