Un grito se oye en Ramá: es el llanto de Raquel que llora por sus hijos.
Morir por Dios. Inocentes son todos los que mueren por Dios. No cesará, por tanto, nunca el llanto de Raquel que se vierte en el llanto de la Iglesia. Ya lo dijo él: Os azotarán y por mi causa seréis llevados ante quienes os juzguen. Es el cáliz que han de beber cuantos se empeñen en seguirle a todo trance, porque es el cáliz que primero hubo de beber él, ya que también muriendo, él nos amó primero, camino también así para llegar al Padre.
Jesús es el don de sí mismo a los hombres, la gracia de Dios por excelencia. Y si Jesús se presenta a sí mismo como camino que también nosotros hemos de recorrer, hacer nuestra esa gracia impagable, extraer de ella todos los beneficios del amor que se nos da, nos aboca a devolverle a Dios, también por el Hijo, la cosecha de esa gracia convertida en amor a los demás, porque amor y clemencia divina son la compasión que acompaña siempre a Jesús en todos sus actos para con los que le salen al camino.
Al camino del amor a los demás que anda Jesús, hemos de salirle, todos y cada uno de nuestros días, tomando en serio la vivencia de nuestra fraternidad, vivo en los primeros momentos inocentes del seguimiento colectivo de los primeros años, a lo que henos de volver nosotros salvando olvidos.
Reflexión: El vigor de la fe
La fe es penetrante, es incisiva, porque intuye lo que otros no ven, faltos del olfato que adivina a Dios.
Dios está, aunque no de la manera palpable que exige el que no presiente la sombra de sus manos sobre nuestros ojos. Al que lo busca y espera como el ciego de Jericó, como la hemorroisa, indagará para dar con él y cuando sabe que está a su alcanca, lo invoca a gritos o toca furtivamente hasta hacerse notar.
La fuerza de la fe es vigorosa y el anhelo de Dios hace milagros, ya que la mueve el amor, entre esa fe y la esperanza
Rincón poético
SÉ DE QUIEN ME HE FIADO
Se de quién me he fiado. Señor,
destaca en el tumulto
de otras voces tu voz.
Discerní, mi Señor, desde entonces,
de quien era la voz
que sabía mi nombre.
Tuve a punto un lugar en mi mesa,
desde el día en que supe
quien llamaba a mi puerta.
Arrumbada la barca y sus redes,
vine a ti. No adivinas
la vehemencia que infieres.
No sospechas, Señor, cómo hieren
tus palabras, la fuerza
infinita que tienen.
Haz de mí lo que quieras. Confío
en ti. Seré tu imagen,
tu espejo fidedigno.
(De Poemas para andar por casa)
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