Encarcelado Juan, tal vez tema que, interrumpido su cometido precursor, no sea él el profeta preconizado por Elías, y desasosegado, sospecha si no se habrá equivocado. La solución queda en averiguar si Jesús es o no el mesías prometido. Ante tal requerimiento, Jesús evita proclamarse abiertamente mesías, porque se expondría a ser declarado sedicioso. Y muy inteligentemente, apela a las pruebas de los poderes del reino que declaran su mesianidad: los cojos andan, los ciegos ven, los muertos resucitan, como igualmente había anticipado Elías. Juan ha rematado su obra y Dios ha silenciado la reciedumbre de su voz, porque no era él la luz, sino mero reflejo anunciador; ahora es la palabra de Jesús la que ha de incendiar el mundo con la llamarada de su verdad. Es el mesías prometido y su palabra no pasará.
Reflexión: Las nubes
Las nubes, nunca iguales, además de beneficiosas, nos ofrecen un album curioso de instantáneas de toda índole. Carecen de forma fija, en constante evolución, y su aspecto cambiante crea todo un catálogo de efímeras maneras de estar. Su condición más apropiada es ésa: no ser nunca iguales ni permanecer estables, siempre a merced del viento, las presiones y cambios de temperatura. Si hubiera manera de convertir su apariencia en icono significativo de algo, la transitoriedad del tiempo sería su mejor valedor. Son al mismo tiempo que dejan de ser incesantemente. La inestabilidad de sus formas define su diseño evolutivo mejor que cualquier otro atributo mental. Las hay espectaculares, atormentadas, fulminantes, escupiendo rayos de fuego como diablos enfurecidos; las hay plomizas, fuliginosas, cargadas de aguacero y amenaza; blancas y livianas, como techo de plumas, arreboladas por extrañas incandescencias; desgarradas, hechas girones por ocultos zarpazos que no se dejan ver; ensortijadas como cabellera rizada; breves e inconsistentes, viajeras solitarias por un mar de calmas azules... Su nómina es innumerable. La imaginación ve en el capricho de sus formas rostros, empinados cabezos, paisajes nevados, manos crispadas, animales de toda suerte. Un antiguo pintor italiano cedió a la travesura de disimular la efigie de un caballo blanco entre las nubes grisáceas de un cielo de fondo que enmarcaba la imagen de un san Sebastián asaeteado de flechas como un acerico. Y es que la configuración ocurrente de su presencia lo sugiere todo. Desde el punto de vista de sus aspecto, no son, parecen. Desde sus orígenes, las nubes son compañeras inseparables de la vida.
Rincón poético
LOS GRITOS DE ABEL
¿Cuánto tiempo estuve,
boca abajo, en tierra,
muertos mis afanes,
mi esperanza muerta,
a la sombra blanca
de una sombra negra?
He sangrado mucho,
porque descubrieron
con saña la sangre
de Abel en mi cuerpo.
Tapiaron mis venas,
talaron mis cerros..
Nunca se asomaron
ganosos, sedientos
de bien, al brocal
de mis ojos. Ciegos,
pasaron sin ver
igual que hace el viento.
La maldad no tuvo
nunca sentimientos.
De quien nutre el odio,
en su manos veo
cuchillos de barro
con dientes de acero.
¿Cómo es que no supe
ceder al tormento?
No sé quién sostuvo
tan firme mi aliento.
¿Fue tu mano amiga?
Fue tu mano. Cierto.
Gracias, mi Señor.
Te creían ya muerto.
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