La fiesta de la exaltación de la cruz, hallada por santa Elena, tiene su origen en la primitiva historia de la Iglesia, ya que se empezó a festejar en el aniversario de su recuperación frente a los persas.
La cruz, signo de los sufrimientos de Cristo con que nos redimió, es también, por eso mismo, signo de identificación del cristiano. Se la llama así árbol de la vida, en sustitución espiritual de aquel por el que la muerte entró en la vida del hombre.
La cruz se presenta en nuestra vida de diferentes modos: enfermedad, pobreza, soledad, desprecio, dolor... Sólo quienes cargan con su cruz particular, pueden ser discípulos de Jesús. La cruz es difícil de llevar, pero si se suaviza con amor su itinerario, se convierte en fuente purificación. La alegría en los momentos difíciles de san Francisco, no nacía sólo de un ánimo optimista y jovial, sino de una profunda vida interior y de la conciencia siempre viva de su filiación divina.
Celebremos tener siempre a mano esta señal que hace presente la gracia redentora de Cristo y es en sí mediación privilegiada para obtener de Jesús la mejor de todas las gracias, nuestra purificación.
El shabbath
El sábado, figura del día séptimo en que Dios creador, concluida su obra, descansa (del hebreo שבת, shabbath, "cesar"), es el día de la Gloria de Dios, que se celebra desde la caída de la tarde del viernes hasta ver brillar tres estrellas la noche de día siguiente.
Se observa tal prescripción mosaica mediante la abstención de todo trabajo. El texto bíblico donde figura la norma del descanso sabático pertenece a la Biblia escrita en torno al siglo VII a. C. Los judíos, en su interpretación más extremista, llegaron a deshumanizar el
sábado, negando a atender a nadie e tal día.
Rincón poético
LA HERMANA MUERTE
La muerte y el olvido se parecen.
El olvido carece de memoria
porque en él todo yace.
Quien muere, no recuerda ya, ha perdido
la memoria también.
Los muertos ya no saben. Viven sólo
la luz que Dios le da.
Yo todavía sé que estoy sentado
a la mesa y escribo
que he soñado esta noche
que en mis ojos nacían amapolas
y mis manos de Apolo acariciaban
el tronco de un laurel.
Sé que el tiempo, que es oro, no se oxida
y hay quien no tiene corazón.
Yo tampoco; lo puse
en las manos de Dios.
(De El espejo de Dios)
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