miércoles, 18 de septiembre de 2013

La veleidad

La veleta del campanario no tiene un rumbo fijo: mira hacia donde sople el viento.

Eso es lo que dice Jesús de su generación, que era gente veleidosa, sin consistencia. No tenía un criterio objetivo y veraz sobre la conducta de las personas. Si alguien vivía tan estrechamente como Juan Bautista, que casi ni comía, decían de él que no estaba en su sano juicio, y si comía y bebía normalmente, como Jesús, le tachaban de tragón y bebedor.

Es la evidencia más clara de falta de ecuanimidad y buen juicio. Pero, ¿acaso no es esto mismo lo que le ocurre a quien dedica parte de su tiempo a prejuzgar y cotillear y censurar a otras personas?
Mírate a ti mismo en el espejo de la verdad y descubre tus propias miserias, tus propios defectos, y límpiate de todo ello en la fuente clara del arrepentimiento. En los tribunales de Dios, te juzgarán como tú tengas por norma juzgar a los demás, porque sabías cómo debían ser los otros, pero tu sabiduría era la de la veleta, que sabe muy bien la dirección del viento, pero no da un paso adelante.

Reflexión

Amar a los enemigos

Lucas resume en el pasaje evangélico de hoy unos cuantos consejos evangélicos que Mateo reúne en el sermón de la montaña. El tema central es el mandamiento de amar a los enemigos. Es la actitud humana más alta de toda la ética de Jesús, una ética que parte del precepto de amar al prójimo, que tiene como consecuencia saber perdonar. 

Pero no basta con perdonar, hay que amar sin reservas ni excepciones. Y amar sin reservas comporta amar al enemigo. El amor cristiano que enseña el evangelio, espejo del amor de Dios al hombre, emplaza a amar al ofensor y al enemigo.
Jesús, que  no habla en abstracto; concreta este precepto en imágenes reales: los que te odian; los que te maldicen, los que te injurian, los que te pegan; o te quieta la capa. No son, pues,  ideas ni sentimientos, sino actitudes concretas.
Si bien se mira , es lo que siempre ha venido haciendo Dios con nosotros.

Rincón poético

    VUELVE

Tu palabra carece
entre la gente, hoy,
o a mi me lo parece,
de aquel mismo temblor
que tanto enardecía
el corazón sencillo
de tu pueblo, Señor.
¿Qué sucede que ahora
se doblan las espigas,
mueren las amapolas,
no canta el ruiseñor?
Ni resuena atractiva
como siempre vibraba
al alzarla tu voz.
¿Qué fue de la palmera
que daba sombra al ciego
cruzando Jericó?
¿Qué fue de los trigales
que daban pan reciente
entre cardos, Señor?
¿No será que tus labios
los cerraste de pronto
y la fe flaqueó?
Se agosta la campiña,
pero las amapolas
nunca las quema el sol.
Vuelve a hablarnos del reino,
vuelve a hablarnos de nuevo,
vuelve a hablarnos, Señor.

(De El espejo de Dios)

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