Jesús en su evangelio suele recurrir a figuras de dicción especialmente expresivas con que censura actitudes reprobables, como cuando habla de la fe que mueve montañas, el ojo de la guja que difícilmente atravesará el hombre rico y ostentoso, la piedra de molino que acogota a la traición, el sepulcro blanqueado que oculta los restos putrefactos de la hipocresía. Con esta última reprobación, Jesús excomulga la falta de sinceridad que desfigura a quien, precisamente, ha de exponer la verdad. La verdad es siempre limpia o no es más que su apariencia. Hay que entrañarse en ella, amarla, para poder hacerla ver a los que necesitan de ella. Si una joya se guarda en un cofrecillo precioso, repugna pretender envolver la verdad en un sepulcro maloliente.
Divagación: La calle mayor
Corrientemente, hay una calle mayor en cada pueblo que lo cruza de lado a lado. La calle mayor, además de ocupar un lugar céntrico en la población, es el sitio privilegiado donde figuran los establecimientos mejor surtidos para proveerse de lo necesario. A ella afluyen las restantes calles y suele congregar a la gente para el paseo vespertino y dar pábulo a la tertulia peripatética de los amigos. La calle mayor es la versión hispana del cardo máximus romano, que iba de norte a sur, calle principal de la ciudad o castro, que organizaba la vida urbana, cruzada a su vez de este a oeste por la calle decumana. Felipe II es quien dispone que la mayoría de los pueblos de su imperio gocen de tan feliz realización, de modo que sólo donde falta, hace sus veces la plaza porticada, esa otra joya, sobre todo, de los pueblos castellanos, centrada a veces por una olma monumental, lugar de reunión del concejo.
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