martes, 23 de abril de 2013

Jesús en el templo

         El pasaje evangélico de hoy incide en el de la Dedicación del templo, el 25 de diciembre. Durante la fiesta, las autoridades le piden que les dé muestras de que él es el Mesías, y Jesús les reconviene diciéndoles que, a diferencia de ellos, lo tienen muy claro quienes forman parte de sus seguidores, a lis que se lo ha venido declarando con palabras y obras. Si ellos no son ovejas suyas es porque no son capaces de dejar de ser como son, situación que les impide conocer la novedad del reino que él viene anunciando.  
      La radicalidad de tan mediocre distanciamiento se instala en la dificultad de dar razón de los signos prodigiosos con que Dios señala al Hijo con el dedo. No alcanzar y acaso, para evitar enojosos compromisos consigo mismos, ni quieren explicárselo, pero afincados en una costumbre inveterada, se mantienen remisos en aceptarlo. Es lo más cómodo.
        A ese estamento de pereza mental pertenecen cuantos, por norma, se cierran a todo lo divino y trascendente, a veces de manera tan superficial que dejan de creer porque hay también otros que no creen. Hay que responder con nuestro testimonio, porque somos muchos los que tenemos la suerte de creer, haciendo presente a Cristo en nuestra vida.

Reflexión

La escala hacia el conocimiento de Dios


        Conocer algo induce a valorarlo en su justa medida. No podemos justipreciar ni estimar lo que no conocemos. Dios es inestimable, porque es infinito en todo. Hay que tratar de conocer sus misterios para estimarle en algo. Y hay una vía: conocer las verdades que nos desvela Jesús.
        Muy oportunamente nos dice él que quien escucha las verdades entrañables del Padre, entrando en conocimiento de los divinos misterios, se encamina hacia él, que es la verdad, palabra con que el Padre nos informa sobre el misterio de su Hijo. Escuchemos, por tanto, la divina palabra; entremos en el conocimiento de Jesús, que como un imán, nos atraerá a él irremisiblemente.

Rincón poético

      CONVERSIÓN

Conviértenos, injerta nuestras vidas
en tu dolor. No sufras solo
cuando el pecado de la cruz es nuestro.


No sabría entender
que quien te bese, Señor crucificado,
devoto tus rodilla,
no venere rendido en la madera
de la cruz, como suyos, los desgarros
que masacran tu cuerpo.
No tacha bien el arrepentimiento
los deslices que manchan su memoria,
si no nos dueles tú, como a quien duele
un dedo hurgando en enconada herida.
Conviértenos de modo que nos duela
tu dolor. No llevabas en las sienes
tu corona espinosa; te sangraba
copiosamente, íntimamente,
en los vaivenes de tu corazón.
Conviértenos.
Salpica nuestros ojos con tu sangre.
Que tu dolor nos salve.

( De El almendro en flor)     

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