Amaracord. ¿De quién es esa película? ¿De Federico Fellini? Aún recuerdo aquella secuencia inicial de miríadas de vilanos blancos prendidos de la brisa, como en una nevada de liviandades, en la dudosa penumbra del amanecer.
Aquello, más que una realidad, a mi se me antojaba un bello hallazgo del arte fotográfico. Pero, no. Aquí, en Teruel, un trasunto de aquella misma escena es una molesta realidad cotidiana, comenzada la primavera, año tras año. Los chopos esparcen su impalpable semilla prendida en esas pizcas de tamo blanquecino que el aire eleva y se nos adentra por todas partes. Abrir la ventana cuando el calor empieza a esponjar la atmósfera, es exponerse a una lenta invasión casi insensible, traicionera, de pelusa leve que lo enrarece todo y amenaza la respiración rarificando el cerrado ambiente de la habitación.
En Amarcord, aquel fotograma más parece una bella fantasía cinematográfica felizmente inventada por el autor del guión, pero no; aquí no. Es un hecho palpable y establecido, cuyo lado poético no es nada fácil averiguar.
¡Quién sabe! Con una cámara en las manos, tal vez pudiera intentarse.