A lo largo de todo este tiempo que cubre la memoria de la Pascua, el término aleluya es el compendio, en una sola palabra, del júbilo incontenible que empapa el corazón cristiano, ante el repentino borbotón de luz que es la resurrección de Cristo. Se canta una y otra vez gozosamente y se repite con entusiasmo, día tras día: ¡Aleluya, aleluya!
Constituye una bella palabra con su pizca de balbuceo, que nos traslada a los primeros tiempos de nuestra fe, cuando los discípulos, todavía con inevitables dejos judíos, empiezan, poco a poco, a cristianizar su lenguaje, que no evita determinadas palabras de muy frecuente uso y difícil traducción, como la palabra amén.
Es bien sabido que los hebreos tienen prohibido pronunciar el santo nombre de Dios. El término aleluya es testigo de este cuidado, ya que era todavía entonces una frase con un componente verbal y el nombre de Dios, en la que, para evitar decir su nombre hebreo, Yahveh, se entrecortaba dejándolo en una sola sílaba, Ya.
Aleluya es palabra compuesta de la segunda persona del plural del imperativo, alelu, alabad, y Ya, Yahveh, como podemos advertir todavía en la cabecera de algunos salmos, incluso según la traducción actual de los mismos sefarditas: Aleluyá. Alabad a Ya en la inmensidad de su fortaleza, salmo 80; Aleluyá. Cantad al Eterno un cántico nuevo, salmo 149, donde omiten el nombre de Yahvé, mediante la perífrasis de sustituirlo por el Eterno. La única salvedad es que ellos acentúan la última sílaba, aleluyá.
No deja de ser un grito de exaltación, desde un agradecido reconocimiento de Dios, ante su infinita bondad e inconmensurable grandeza, manifestada en favores singulares o hechos gloriosos. La resurrección lo es, qué duda cabe.
Con el tiempo, olvidado su sentido originario, queda como una gozosa interjección, en el lenguaje litúrgico, como una expresión exultante, como un grito de de gozo cristiano.
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