A uno y otro lado del río, los chopos habían roto ya sus yemas y los árboles verdeaban todavía indecisos, como si se asomasen con miedo a la novedad de la primavera, sin advertir que la primavera son también ellos mismos.
Los chopos son árboles altos y esbeltos, y el verde de sus hojas de una claridad tierna y siempre joven. Gusta la brisa de retozar entre ellas.
La sinuosa hilera de chopos bordeando dócilmente el río, formaban un estrecho bosquecillo más bien denso. Eran como una nutrida pantalla verde de sujeción de ambas orillas, hasta que entraron a saco en su densidad las máquinas con que crear escolleras para reforzar el interior de los recodos y curvas del río.
El chopo lleva inscrito en su madera blanca un reloj que marca con sabia regularidad las estaciones del año. Joven en primavera, espléndido de lozanía en verano, y antes de despojarse de su esplendor vegetal y dormirse en la almohada blanca del invierno, estalla lleno de luz, al atardecer otoñal de cada día, próximos los estertores del año. Es de ver entonces el incendio de sus contraluces, frente al ocaso, lleno de encendidas transparencias, como hoguera amarilla o vidriera vegetal.
Es así deleitoso pasear a la sombra verde de los chopos, incluso cuando el sol empieza a adelantar sus inclemencias estivales. Su larga sombra amiga es fresca y acogedora... Pero de nuevo, en pleno mes de mayo, contra toda lógica previsión, han irrumpido otra vez el frío, la lluvia y la nieve. No siempre funcionan bien los relojes del tiempo.
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