Todos los días lo mismo. Amanece ante la ventana un día espléndido, el cielo raso como una playa virgen, y nos inunda la habitación de delicioso bienestar acomodándonos la existencia. El día transcurre sereno, lento, sin prisas, caldeando el ambiente con suaves temperaturas que invitan a vivir relajada y gratamente el tiempo que Dios pone a nuestros pies como una alfombra. Y hacia las primeras horas de la tarde, a medida que declina el día, nubes dispersas de panza gris van instalándose en el cielo azul enturbiándolo, mientras se despereza un molesto vientecillo travieso y un si es no es fresco, que va enfriando las horas de luz restantes, para acabar casi siempre resuelto en un chubasco momentáneo y regresivo, al tiempo que deja un saborcillo agrio de invierno severo y terco, este invierno obtuso y tardo que rabea y no acaba de dar la última bocanada, y se debate por sobrevivir a destiempo.
El tiempo no tiene líneas fronterizas que lo demarquen con rigor. Hasta aquí, el otoño; hasta aquí, el invierno. Es todo como un oleaje loco que no respeta playas ni rompientes. Hay rayas convencionales que no se ven, porque las inventa y traza el hombre donde le parece, pero el tiempo no se atiene a normas y se salta la raya. Y entonces vamos y nos quejamos. ¡Este tiempo no acaba nunca!
Pues sí. Acabará, cómo no. Acabará cuando el sol se alce ensoberbecido en lo alto, en el zenit o cresta del día, y cueza con su abominable bochorno el mundo. Y ya está. No hay que darle más vueltas.
Es todo más fácil de lo que parece: Cuando se abren las rosas, es primavera. Cuando se doblen las espigas sobre sí mismas, verano. Cuando amarilleen las hojas, otoño. Lo demás, los árboles desnudos y la tierra desolada, invierno, todo lo largo y pertinaz que se quiera. Invierno.
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