Parece ser que la primavera empieza a tomar en serio su oficio engalanador de balcones y campiñas y nos muestra las credenciales de su fresco esplendor, tan femenina ella, los ojos azules y los labios rojos, leve como el andar azaroso y lineal de una mis. Sus flores son el testimonio fehaciente y más acusado de su efímera belleza.
Por cierto, hay flores bellísimas con nombres impronunciables o exóticos. Ejemplo de exotismo es el nombre de la petunia. Uno comete un disparate y le decimos con cierto enojo: ¡Acabas de meter la petunia!
Consulto una enciclopedia y se me declara que es una planta solanácea. ¡Ya la tenemos! Me dice también que es a manera de una hierba velloglandulosa. ¿No decía yo? Y añade que sus vistosas flores son embudadas, es decir, que adquieren forma de pequeño embudo. Pues a mí me gustan esos embudos bellísimos que sólo les falta una pizca de alado y fragante olor para rozar la perfección.
Se me antoja a mí que el nombre que le han puesto es un préstamo nobiliario, ya que suena a princesa medieval de las que permanecían desoladas en el alto exilio de una horrenda torre, a la espera del valeroso caballero que las rescatará con una escalera, espada en mano, poniendo su vida en un ¡ay! Ya está: la infanta doña Petunia.
La verdad es que la petunia es una flor frágil, como todas ellas, si exceptuamos el cardo, tan agresivo él, y el desgarbado e inquieto girasol. Frágil, fascinante y de buen ver, como la pálida infanta de esa torre azul.
¡A sus pies, alteza!
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