En el itinerario cristiano de todo niño, la primera comunión es el día cuyo amanecer se ha estado esperando con ansiedad tiempo y tiempo, soñando que Jesús se hace niño también y se agacha hasta él para hacerse un lugar preferente en su vida. ¿Por qué no? Dios cabe mejor en el corazón sin cicatrices de un niño, que en el ajetreado de los mayores. Y es que los ojos limpios de la inocencia, sin humedades aún de posible arrepentimiento, reflejan a maravilla la luz blanca de los de Dios.
La primera comunión es la vivencia casi irreal de un gozo insustituible, y sería de ver el de Jesús, en sintonía con el del niño que va a él ilusionado, estrenando proximidad con Dios en ese primario convite de pan y vino aliñado por ángeles. No es sólo la dorada copa brillante, es el corazón incluso lo que alza Jesús, chocando bordes con el del niño, en un brindis de interminable ternura.
La primera comunión es una fiesta que repercute ya de por vida en mil comuniones más, la luz de cuya sagrada mesa se prolonga y pierde por entre las manos de Dios, hacia el júbilo sin orillas de su infinita bondad.
Dios quiera que este acercamiento de los niños a la mesa eucarística -Dejad que los niños vengan a mí-, no cese nunca, renovable de domingo en domingo, en la breve biografía cristiana de cada uno de estos comensales aun recientes.
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