Hay quien ha sospechado ya de si no se habrán coaligado todas las fuerzas telúricas de la tierra para volver al caos primigenio, dada esa extraña sucesión de desastres de toda índole que vienen sucediendo como por ensalmo, de modo que estamos al borde de no poder poner el pie en un sitio, sin que no ocurra al punto algo sorprendente y grave. Repetidos terremotos horrendos, letales corrimientos de tierra que sepultan poblaciones enteras, tifones aterradores que nacen del mar como la mítica hidra, guerras interminables contra enemigos huidizos que golpean con saña y esconden la mano, cobardes homicidas de mujeres que todos estimaban presuntos hombres bondadosos, acciones terroristas incomprensibles y países bravucones que cobijan a estos embajadores del crimen, escondidos volcanes que se dan a conocer un mal día exhalando bocanadas de ceniza desde una isla inocente y quieta, toros exacerbados que casi enhebran el cráneo de un torero en un pitón....
No parece sino que la tierra se rompa a cachos y se nos cae deshecha a jirones, hollada sin compasión por las mil perrerías del hombre que conculca las leyes fijas que promulgó Dios, que es como borrarle el pentagrama a una sinfonía de Beethoven dejando las notas flotando en el limbo. Pero debe ocurrir algo más que todo eso. Algo le ha sentado mal a la tierra y sufre retorcidos retortijones como si dos manos gigantescas la estrujaran.
Tal vez la tierra empieza a envejecer y se tambalea, y si no, quizás nos avisa de que hay algo que no estamos haciendo bien. Es lo más probable, aunque también inútil. El hombre no escarmienta con tanta facilidad. Pero que no cunda el pánico: algún día impensado nos sentaremos a recapacitar a fin de consensuar -hoy todo se consensúa- sabias determinaciones. ¡Que Dios nos oiga!
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